Rab Arón Lopiansky
El judaísmo demanda simultáneamente de nosotros un sentimiento muy fuerte de responsabilidad personal, y al mismo tiempo, un reconocimiento de la totalidad de Di’s. Se nos impone que debemos hacer el bien como si todo dependiera de nosotros, mientras le rezamos a Di’s con un sentimiento de máxima fragilidad humana. Debemos empujarnos al máximo, sin perder nunca de vista la omnipotencia de Di’s.
Si el hombre viviera solamente con un sentimiento de la omnipotencia de Di’s, eludiría sus obligaciones, adoptando una actitud fatalista de “nada tiene sentido”, y no lograría nada. Por el otro lado, si solamente tuviera en cuenta las capacidades que le han concedido, sería arrogante y egoísta. Lo que generalmente pasa es que terminamos inclinándonos emocionalmente hacia una perspectiva o la otra, dependiendo de las circunstancias particulares.
Esta paradoja es uno de los grandes temas teológicos, llamado el libre albedrío versus la omnisciencia Divina. Y más allá de cómo decidamos entender esto de manera intelectual, en la práctica, vivimos con ambos entendimientos como verdades, cada uno utilizado en su aplicación correcta.
Esta dualidad -de asumir el manto de la responsabilidad al mismo tiempo que creemos que todo viene de Di’s- se expresa a sí misma más claramente que nunca durante el ciclo agrícola. Desde que la semilla es plantada hasta que el grano es cortado, solamente Di’s está involucrado en su desarrollo. El acto de “cortar el grano” marca el comienzo del rol del hombre para procesarlo: trillar, aventar, tamizar, moler, etc. A través de sus acciones el grano se convierte en alimento comestible.
En esa crítica intersección de poner la hoz (guadaña) en el tallo, el grano pasa del dominio de la providencia Divina al mundo de la responsabilidad y la capacidad humana.
Un puente similar entre dos dominios se expresa a sí mismo en el momento de la entrega de la Torá. Antes de que la Torá fuera entregada desde el cielo, el mundo era el espejo de Di’s, quien era el único Creador y Maestro. Ha sido señalado que el número de generaciones desde el comienzo del mundo hasta la entrega de la Torá es 26, que es el valor numérico del nombre inefable de Di’s, connotando que todas esas generaciones vivieron solamente como una expresión de la benevolencia de Di’s. Ellos no tenían una misión clara que los definía como merecedores de existencia por sí mismos.
Sin embargo, una vez que la Torá fue entregada al pueblo judío, entonces, se le asignó una misión al hombre. Ahora él es responsable del mantenimiento de la Torá y de promulgar su código moral. Depende de él construir o destruir el mundo.
Incluso en el relato de la Creación hay una pista del rol futuro del hombre. El sexto día de la creación está escrito de una manera que alude al sexto día del mes de Siván, día en que sería entregada la Torá. Los rabinos nos enseñan que la creación del mundo por parte de Di’s estuvo condicionada a la futura aceptación de la Torá por parte del hombre. Puede que todo haya sido obra de Di’s, pero todo esto dependía del hombre en su “razón de ser”.
Esta interrelación entre Di’s y el hombre es verdad con respecto a todos los logros morales, pero se representa más fuertemente en el estudio mismo de la Torá. Nada está más cercano al sentimiento de identidad de la persona que sus facultades de razonamiento y comprensión. Y, sin embargo, cuando estudiamos Torá, necesitamos estar plenamente conscientes de las dos verdades simultáneamente. No se puede decir que estamos estudiando la palabra de Di’s, a menos que estemos convencidos y que creamos que las ideas que luchamos por entender son la sabiduría Divina de Di’s. Y, sin embargo, si no las comprendemos completamente con nuestro propio raciocinio y las entendemos con nuestras propias palabras y mente, tampoco hemos cumplido con nuestra obligación de estudiar Torá. Si las palabras de Di’s no se han convertido genuinamente en nuestras propias palabras, entonces, todavía tenemos que recibir la Torá.