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Celebración en medio de la tristeza

Celebración en medio de la tristeza

Rabino Mordejai Weiss

Era Hoshaná Rabá. La sinagoga rebosaba de cantos de oración, el susurro de lulavim y la suave sensación de devoción. Mientras rezaba, con el corazón apesadumbrado por los últimos meses, de repente sentí una vibración en el bolsillo. Normalmente, nunca miraría mi teléfono durante la oración, pero algo me obligó. Al bajar la vista, las palabras en la pantalla me dejaron sin aliento: “Los primeros siete rehenes van de camino a Israel”.

Se me llenaron los ojos de lágrimas antes de poder procesar las palabras. Me temblaban los labios. Por un momento, no pude hablar. Las personas que estaban cerca notaron el temblor de mis hombros y las lágrimas que corrían por mi rostro. Un hombre preguntó con dulzura: “¿Qué pasa?”.

Apenas pude susurrar: “Los rehenes están volviendo a casa. Estamos presenciando un milagro”.

Las palabras quedaron suspendidas en el aire y sentí que algo cambiaba dentro de mí: una liberación, un torrente repentino de emoción que ni siquiera sabía que había estado conteniendo.

Al día siguiente, el milagro continuó. Los veinte rehenes restantes, hombres que habían estado retenidos durante más de dos años en condiciones inimaginables, fueron finalmente liberados. La nación estalló de alegría. Se sentía en todas partes: en las calles, en los cafés, en las sinagogas. La gente volvió a sonreír. Desconocidos se abrazaron. Hubo celebración. Por primera vez en años, sentimos como si nos hubiéramos quitado un gran peso de encima. Por fin pudimos respirar.

Pero a medida que pasaban los días y la euforia inicial comenzaba a calmarse, otro sentimiento empezó a surgir dentro de mí: una tristeza silenciosa y persistente.

Empecé a pensar en los cientos de soldados que dieron su vida para hacer posible este milagro. Pensé en los miles más que quedaron mutilados, que ahora deben vivir el resto de sus vidas con heridas, tanto visibles como invisibles. Pensé en las familias: madres, padres, hermanos e hijos, cuyos seres queridos nunca regresarían a casa. Para ellos, no había júbilo. Su alegría siempre sería incompleta, sus festividades, marcadas para siempre por el dolor.

Ese día, cuando el presidente Donald Trump visitó Israel para conmemorar la histórica liberación de los rehenes, el primer ministro Benjamín Netanyahu se dirigió a la Knéset con palabras de orgullo y gratitud. Durante su discurso, dirigió su atención a un joven sentado en la zona de visitantes, Ari Spits, un soldado que había perdido ambas piernas y un brazo en los combates. Netanyahu se refirió a Ari como la personificación misma del coraje y la resiliencia del ejército israelí. Lo comparó con nuestros líderes Josué y David.

Todos en la sala se pusieron de pie y aplaudieron a Ari con un largo y estruendoso aplauso. Los aplausos se prolongaron, una expresión colectiva de admiración, dolor y gratitud. Fue uno de los momentos más emotivos que he presenciado. Se me llenaron los ojos de lágrimas de nuevo. Fue hermoso. Fue conmovedor.

Y, sin embargo, mientras los aplausos se apagaban, otro pensamiento atravesó la emoción: después de que todo esto termine, Ari aún tendrá que volver a casa. Tendrá que vivir cada día con el dolor, la pérdida, la lucha por adaptarse a una nueva vida. Su familia tendrá que reconstruirse junto a él, encontrando fuerza donde la mayoría de nosotros nos derrumbaríamos.

Los aplausos se desvanecerán. Los discursos terminarán. Pero el sufrimiento —la silenciosa y cotidiana realidad de quienes pagaron el precio más alto— permanecerá.

No siempre nos damos cuenta de la profundidad de las heridas, de lo extensas que son. Israel puede ser una nación pequeña, pero la oleada de dolor toca cada rincón. Todos conocemos a alguien que se perdió, que sufrió heridas o que cambió para siempre. En realidad, todos estamos heridos. Todos, de alguna manera, sufrimos un trauma colectivo, una especie de trastorno de estrés postraumático nacional que perdura en nuestros corazones y en nuestros hogares.

A veces, cuando veo a las familias de los rehenes liberados, con sus rostros radiantes de alivio, siento emociones encontradas. Por un lado, me regocijo con ellos. ¿Cómo no hacerlo? Su dolor se ha convertido en alegría. Sus lágrimas, en risa.

Pero una parte de mí no puede evitar recordar cómo, para algunos de ellos, durante los meses de manifestaciones parecía que nada más importaba, como si todo lo que contara fuera el regreso de su ser querido, sin pensar aparentemente en el tremendo sacrificio que nuestra nación estaba soportando y el gigantesco esfuerzo y sacrificio que nuestro pueblo estaba haciendo.

Sé en el fondo de mi corazón que no se sintieron así. Sé que ellos también debieron lidiar con la culpa, la gratitud y la abrumadora complejidad de saber que no son los únicos en duelo, sino que toda nuestra nación también lo estaba. Sin embargo, a veces, en el ambiente cargado de manifestaciones públicas, este matiz se pierde. La imagen, para mí, fue dolorosa.

Estamos viviendo un capítulo de la historia que será recordado no sólo por sus milagros sino también por su costo inimaginable.

Que encontremos la fuerza para reconstruir, para consolarnos mutuamente y para recordar que cada persona es un mundo aparte. ¡Todas son preciosas!

Y que llegue pronto el día en que nuestras lágrimas de tristeza se transformen verdaderamente en celebración.

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