Alberto J. Rotenberg
La festividad de Pésaj encuentra a la familia reunida alrededor de la mesa para compartir la lectura de la Hagadá e impregnarse de la santidad de una cena colmada de múltiples mensajes. Es un momento en el que nos sentimos parte de una cadena milenaria, donde padres e hijos interactúan en una sucesión de bendiciones, relatos y comidas especiales para la ocasión.
Siguiendo las enseñanzas del Rabino Noaj Orlowek, especialista en educación, uno de los mensajes que trasuntan el relato de la Hagadá radica en la importancia de ser agradecido.
En un momento dado iniciamos la lectura de “Dayeinu”, en el que se enumeran los actos llevados a cabo por el Todopoderoso para sacarnos de Egipto, con una particularidad: cada uno de ellos es independiente del otro en el sentido que nosotros expresamos que, aún con ese solo acto, hubiera sido suficiente; es decir, le expresamos nuestra gratitud al Creador por esa acción que ayudó a nuestra salvación sin perjuicio de la siguiente, sobre la cual también manifestamos nuestro reconocimiento.
Esta forma de agradecer trae una gran enseñanza dentro de los vínculos familiares. ¿Cuál es el reconocimiento que tienen los hijos con respecto a los padres? ¿Cuál es la reacción de los hijos frente a todo lo que reciben de sus padres (afecto, alimentos, manutención, educación, esparcimiento, etc. etc.)? ¿Acaso actúan con indiferencia porque entienden -tal vez así hayan sido formados, en definitiva- que merecen todo y no deben entregar de sí nada a cambio? No se trata de que los padres están esperando pago alguno, ya que no hay una actitud de brindarse tan espontánea, desinteresada y generosa como la de un padre con su hijo. Un niño puede despertarse en la mitad de la noche y el papá o la mamá levantarse para atenderlo una y otra vez, y no hay mayor satisfacción para esos padres -que poco duermen- que saber que han podido atender las necesidades de su pequeño. En otras palabras, el mejor regalo para el padre es la felicidad de su hijo, saber que lo que él le prodigó lo ha beneficiado o favorecido en su crecimiento físico o emocional. Sin embargo, en ocasiones los hijos nada de esto reconocen o, peor aún, se refieren a sus padres con desprecio o vergüenza.
Existe una famosa pregunta de por qué el mandamiento de respetar a los padres está en la columna de los Aseret Hadibrot que trata de la relación entre el hombre y Di’s, y no en la que refiere al hombre con su semejante -ya que estamos hablando de personas-. Conocida es la respuesta que aquel que no valora lo que sus padres le dieron, aún con sus defectos o con los aspectos de su personalidad que los hijos en su temprana edad juzgan como negativos -habrá que ver cómo serán ellos el día de mañana como padres-, no podrá valorar tampoco a nuestro Padre Celestial. Si el que día a día se ocupa de sus necesidades no recibe el debido reconocimiento y respeto, ¿qué se puede esperar respecto a la gratitud que debe nacer dentro de cada ser humano hacia el Creador de todo lo existente? ¿Si el hijo no aprecia lo que seres que están delante suyo hacen por él -aun cuando no satisfagan todas sus demandas-, va a ser capaz de elevar su mirada al Cielo?
Así como rezamos al Todopoderoso pidiendo lo que “creemos” que necesitamos y El nos provee sólo lo que es bueno para nosotros, y así debemos entenderlo y expresar nuestro reconocimiento y gratitud, del mismo modo nuestros hijos deben ser educados en saber apreciar todo lo bueno que reciben, aunque no se ajuste a sus pretensiones.
La Torá nos ordena respetar y honrar a los padres todos los días. Esto trae aparejado tener una mirada positiva sobre cada acción de los padres hacia sus hijos, aprender a aceptar y valorar cada uno de sus actos que son jésed en estado puro; de esta manera, los hijos aprenderán a sentir y manifestar su gratitud desde lo más profundo de su corazón primero hacia sus progenitores y luego hacia nuestro Padre Celestial.